Imagina. By JoSpooky
Dos carritos chocaban uno contra otro sobre la pista de madera que creaba la mesa de centro una y otra y otra vez. Un niño pequeño, de escasos cinco años, hacía que colicionaran y se imaginaba a la gente dentro de los vehículos; imaginaba que salían volando y caían en un túnel infinito.
Su madre lo llamó para que fuera a comer y entonces él abandonó a los coches, que terminaron, como siempre, en el baúl de juguetes al ser recogidos por la madre. Después de comer, el niño se mantuvo quieto, mirando por la ventana, imaginando que por la calle mojada frente a su casa pasarían dos coches iguales a los suyos.
Y siguió imaginando, siempre imaginando, sin tener noción de todos los peligros del mundo exterior.
Una mañana, como cualquier otra, su padre lo levantó y lo bañó para que fuera al colegio. Su madre le preparó un desayuno exquisito y él lo devoró en un santiamén. De la mano de su padre llegó al colegio y se quedó inmóvil junto a la puerta de su aula, imaginando que la lluvia que caía era de sabores.
En toda la clase él siguió imaginando, creando en su mente historias, tratando de descubrir por qué la maestra siempre sonreía, por qué su compañero se dormía en clase, por qué le pedían que coloreara un dibujo de un conejo caricaturesco.
La maestra lo notó distraído y le quitó el color de la mano. Ella comenzó a rellenar la figura y murmurar indicaciones que el niño tomaba a la ligera. Entonces él pensó que tal vez su maestra podía volar, que cuando tocara el timbre ella saldría volando como había visto hacerlo a un hombre en la televisión. También pensó que él podía lanzar rayos láser con sus manos y trazar con ellos las letras escritas con gis en el pizarrón.
El pizarrón comenzó a quemarse, pero nadie corrió, como si no lo notaran. La maestra terminó de darle indicaciones y se fue, sonó el timbre y todos corrieron. Afuera aún llovía, pero el niño decidió que era suficiente; a él le gustaban los días soleados. La lluvia se detuvo y salió un bello arcoiris, pero sus compañeros continuaban resguardados bajo el techo. Cuando él quiso cruzar el patio, una mano de mujer lo detuvo y le dijo que no podía hacerlo. Ella tampoco podía ver el arcoiris.
Cuando llegó a casa, el niño trató de contarle a su madre sobre el láser y el arcoiris, pero ella consideró que era un juego, le sirvió su comida y esperó a que terminara para limpiar la mesa. Mientras tanto, el niño observó de nuevo por la ventana. Había un vecino martillando, el ruido le molestaba. Entonces, imaginó que tenía un botón para silenciarlo…y lo hizo.
Ese día, su madre lo llevó de compras. Él miraba sorprendido todos los estantes con comida y ropa y le aportaba sugerencias a su madre sobre qué llevar. Afuera, dos maleantes los esperaban. El pequeño no conocía a los ladrones, ni lo que podían hacer; al verlos acercarse a su madre, simplemente los desapareció, los borró de un soplido, pues en su mente, en su mundo, ellos no existían.
Cualquier cosa que él imaginara, iba directo a su mundo, a ese espacio que él había creado. Ese espacio que repercutía en su realidad y que nadie podía tocar, salvo él. Ahí, el mandaba y aquí…también.
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